Palabras encadenadas
Un nuevo año
Un nuevo año
En un minuto hay muchos días
(Williams Shakespeare)
Ana Alejandre
Si hay algo que nos recuerda el inevitable paso del tiempo es comenzar un nuevo año. Parece como si el resto de los días, incansables en su discurrir, no nos hiciera mella en el ánimo, hasta el paso del 31 de diciembre al 1 de enero siguiente.
En ese fatídico momento en el que suenan las doce campanadas, la aguja del reloj parece una saeta encendida que se nos clava en la mente para recordarnos que hemos vivido un año más y nos queda por vivir un año menos.
En ese intenso instante en el que sabemos, en una ráfaga de intuición esclarecedora, que el tiempo no sólo pasa sino que vuela como las hojas caídas de los árboles, en ese símil casero de la caída de las hojas del calendario, es cuando somos verdaderamente conscientes de que esa supuesta felicidad con la que brindamos la llegada del nuevo año, es una mera pantomima social para intentar disimular, bajo el disfraz de la aparente alegría, el temor que sentimos como una punzada repentina en el corazón que nos entumece el ánimo y nos da ese minuto de ansiedad por lo que nos deparará el porvenir, al que cada final de año vemos más corto, más efímero y más temible por ello.
Si el tiempo y su medida es una convención de la humanidad para poder así medir, contar, programar, aplazar y controlar la vida en todas sus manifestaciones que, de faltar ,sería imposible vivir en sociedad con sus muchas obligaciones y exigencias; por su parte, el reloj es el instrumento falaz que nos marca con su tictac imparable las diferentes horas de cada día y las obligaciones que traen consigo, en un recordatorio constante de lo que debemos hacer, pero también de lo que quisiéramos hacer pero no podemos porque ese mismo tiempo que pasa y nos constriñe, nos impide llevar a cabo.
El tiempo es algo que no se ve, que no se toca, que es intangible, pero real, tan real como la propia vida porque marca su duración, sus diferentes etapas, y la distancia que separa al nacimiento de la muerte. Nada hay más real que el tiempo a pesar de su invisibilidad, de su intangibilidad y de su propia esencia inmaterial, porque es precisamente en el tiempo en el que nacen, viven y mueren todos los seres vivos, reales, concretos y finitos, y esa misma esencia de inmaterialidad del tiempo es, sin embargo, la que hace posible la vida, la existencia real de todo lo que existe y está suspendido en ese arco invisible que el tiempo tiende entre el ser y la nada, lo que es lo mismo que desde el nacimiento hasta el momento de la muerte
Ya decía Henri Bergson: "Donde quiera que viva alguna cosa hay abierto, en alguna parte, un registro donde el tiempo se inscribe". También decía Pitágoras que todo está en los números, pero nunca se hace más patente esa verdad matemática que cuando se relaciona con el tiempo, con el interminable fluir de los días, meses y años.
Cada vez que el año cambia el último dígito parece que algo muy profundo se nos remueve en la conciencia, como una voz sutil nos dijera “te queda menos tiempo, apresúrate” y esa evidencia que queremos borrar con risas, brindis, celebraciones y felicitaciones es la que nos deja ese sabor amargo, esa sensación anticipada de que el siguiente año volveremos a sentir que el tiempo ha pasado, ha volado de nuestro lado, llevándose consigo las pocas ilusiones que aún nos quedan, los proyectos inacabados, las promesas incumplidas o las ilusiones marchitas; pero con la nota añadida de que el año nuevo próximo será un año menos en el haber y uno más en el debe.
Esa descompensación que se produce, sobre todo a partir de los cuarenta años, es la que va anidando, año tras año, Nochevieja tras Nochevieja, y alimentando la nostalgia de los seres perdidos, de los lugares ya abandonados pero añorados, de los sueños que una vez tuvimos y el desencanto de quienes somos en comparación con quienes quisimos ser. Ahí, en esas sumas y restas, en esa sucesión interminables de días, semanas, meses y años, se suma toda la vida ya vivida, todo lo que somos y todo lo que nunca llegaremos a ser.
Esos números fatídicos hacen realidad la afirmación de Pitágoras, porque la frialdad de los números es más esclarecedora y útil para hablar de la finitud de toda vida, la limitación de los logros y la inmensa insatisfacción que encierra todo ser humano. Los números, a pesar de su abstracción, son infinitamente más eficaces que las palabras para que en esa sumas y restas se pueda contener, definir, limitar y manifestar toda vida, con sus miserias y grandezas, con su luces y sombras, sus gozos y sufrimientos, porque en esos números, entre esas fechas del nacimiento y la muerte, se extiende el arco prodigioso que traza, en el binomio espacio-tiempo, el destello fugaz de toda vida humana. Por eso, dijo Jorge Luís Borges: "El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho".
La vida es tiempo y los seres vivos somos hijos del tiempo, él es nuestro cómputo que nos delimita temporalmente y el teatro en el que vivimos la comedia humana que todos representamos. Cuando baja el telón que sostienen los invisibles hilos del tiempo que se nos ha dado, se acaba la función y con ella se retiran entre bambalinas los personajes que la representan que no son otros que todos y cada uno de los seres humanos que han protagonizado la historia de su vida sin guión previo, sin ensayos, sin apuntador, ni director ni tramoyistas y, ni siquiera, sin un final previsto que sólo el azar escribe en cada momento y de forma silenciosa para cada ser humano que lo vive sólo una vez y sin posibilidad de volver a repetir esa escena crucial para subsanar los posibles errores cometidos.
Somos criaturas del tiempo y él, como un padre benévolo y protector, no nos deja de su mano ni un segundo, vigilante y silencioso, mientras realiza sus misteriosas labores, mientras sus hijos contamos cada principio de año, como un avaro a sus monedas, los años vividos y los que, supuestamente, aún nos quedan por vivir, ceremonia sutil que cada año se renueva al sonido de las doce campanadas.
Un Premio Nobel de Literatura controvertido
Un Premio Nobel de Literatura controvertido e inoportuno
Ana Alejandre
El premio Nobel, concedido al cantante Bob Dylan ha llenado de estupor al mundo literario, en general, pues, reconociendo sus méritos musicales y el valor poético de sus canciones, no es suficiente para darle un premio literario que debe ser concedido únicamente a un escritor con una obra notable, extensa y, especialmente, literaria.
Flaco favor le ha hecho la Fundación Nobel a la literatura al elegir a un candidato como ganador que no representa al mundo de la literatura -tan necesitado de apoyo a su labor y reconocimiento por parte de las diversas instituciones culturales, además del de la sociedad a la que sirve ofreciéndole sus obras literarias-, y dándoselo a un artista, a un músico, cantante, compositor y cualquier otra denominación del mundo de la música, en un acto de menosprecio a las muchas candidaturas de escritores que han sido presentadas a dicho premio a las que ha antepuesto la extraña candidatura de un compositor que, con la brevedad del texto de sus canciones, ha desbancado a las ricas, abundantes y variadas obras literarias para las que fue creado dicho premio.
El mundo de la literatura sufre una crisis permanente y en los últimos años aumentada por la llegada de nuevas formas de ocio creadas por la tecnología: internet, videojuegos, móviles, tabletas, etc., que han ido desplazando paulatinamente al libro en los hábitos de muchos españoles -ciñéndonos solo a nuestro país aunque es un fenómeno universal-, lo que ha creado verdaderos retos de supervivencia a muchas editoriales, especialmente las medianas y pequeñas que han tenido que echar el cierre. Esto siempre redunda en contra de los propios lectores que cada vez van tener menos variedad en la oferta de contenidos culturales de los que el libro es su mayor exponente, porque los grandes grupos editoriales impondrán su criterio de lo que hay que publicar según los resultados en las ventas; siendo, por tanto, este el criterio a seguir para publicar las obras literarias con merma de la calidad, variedad y libertad por parte del lector que tendrá que conformarse con los best-seller infumables que las grandes editoriales publicitan a bombo y platillo cuando saben que son obras de pseudoliteratura, solo aptas para el consumo de lectores poco exigentes que fagocitan las novedades que les ofrecen con mucha publicidad sin preguntarse su calidad literaria, en un mimetismo feroz de "hay que leer lo que los demás leen", seguido sin criterio alguno.
Mientras tanto, las novedades literarias se acumulan, estimuladas las editoriales por la campaña navideña que acaba de finalizar y que, pese a todos los pronósticos, parece haber sido mejor en relación con la del año anterior, como si este aumento en las ventas fuera el tímido anuncio de que la economía comenzara a repuntar su triste caída y los compradores parecen tener un cierto optimismo, queriendo así conjurar la crisis pasada. No hay mejor baremo para medir el nivel económico de una sociedad que cuando se gasta dinero en cosas que no son de primera necesidad o básicas, como son los libros, audiovisuales o entradas de espectáculos.
El Premio Nobel de este año aumentará, sin embargo, la venta de CDs y DVDs del reciente premiado, pero no la de los libros que seguirán siendo los segundones en el deseo de compra de muchos españoles porque no tienen mandos ni botones ni pantalla que es lo que cuenta para muchos. El libro solo necesita la pantalla de la imaginación del lector, el mando de las manos para pasar la página al leer y el botón que enciende el interés para iniciar la lectura. Para muchos, lo divertido es que el artefacto en cuestión lo haga todo, mientras que la lectura es algo personal que necesita atención, curiosidad y concentración. Demasiado esfuerzo en esta sociedad virtual a la que el Premio Nobel ratifica con su premio eligiendo a un músico como ganador. La literatura la hacen ahora los cantantes porque son a ellos a los únicos que escuchan muchos ciudadanos, esos que no leen.
Esperemos que en los próximos premios Grammy se premie a un escritor, por eso de la justicia distributiva. Al fin y al cabo, la buena literatura lleva implícita una gran dosis de musicalidad que hay que reconocer, al igual que ha reconocido la Fundación Nobel la carga poética del músico Bob Dylan, el reciente galardonado con un premio del que no ha querido hacer comentario alguno, en un gesto de soberbia y menosprecio al que reafirma al decir que no asistirá a la gala de entrega de dicho premio que está demostrando que le viene ancho, largo y le sobrepasa en muchos aspectos.
La Fundación Nobel debería replantearse si este tipo de decisiones no pone aún más obstáculos a los escritores, al mundo editorial y a los demás agentes que hacen posible que los libros lleguen a las manos de los lectores, cuando dicho premio fue instituido para ser un espaldarazo a quienes escriben y no para dárselo a quienes ejercen otras profesiones, muy dignas y respetables, pero que no están relacionadas directamente con el mundo del libro, ese gran transmisor de la cultura y el conocimiento al que, también, la Fundación Nobel le ha dado la espalda.
Las trampas de la memoria
Las trampas de la memoria
Ana Alejandre
La memoria siempre agranda las dimensiones físicas de los edificios u objetos visto hace tiempo, embellece los lugares o a persona en los que estuvimos o tratamos, magnifica lo que sentíamos en una determinada época ,aumenta la felicidad sentida en tal o cual situación, como también eleva hasta el paroxismo el dolor, la pena, el sufrimiento o el esfuerzo padecido o realizado por tal o cual causa del pasado.
En una palabra, la memoria nos hace caer siempre en la trampa de que todo lo pasado: vivencias, lugares, personas, afectos, desafectos, logros, fracasos, ilusiones o desengaños fueron mucho más intensos, gozosos, ilusionantes o bien, todo lo contrario: penosos, desgraciados, ilusos o terribles.
Esa percepción exagerada, tanto en la dimensión física como emocional, o psicológica, es un recurso de nuestra mente para intentar ocultar a nuestro yo consciente aquella parte dolorosa, frustrante, penosa o mediocre de la realidad que vivimos, sentimos, experimentamos o padecimos, en una determinada época en la que no nos sentíamos felices ni satisfechos, quizás sí muy decepcionados con la vida que nos había tocado vivir, pero el yo consciente intenta tapar, velar, ante nuestra mirada que, desde el hoy, intenta vestir el ayer con unos ropajes que oculten la decepción, la tristeza o el dolor que realmente sufrimos y que no podemos o queremos aceptar, por lo que optamos por revestir de ricas vestiduras irreales una situación que no nos dejaba más sensación que la de la poca satisfacción que nos provocaba vivirla.
Es, por tanto, la insatisfacción de lo que sí vivimos, la que se disfraza de bellos recuerdos magnificados por el tiempo, como un mecanismo de compensación inconsciente para poder asumir unas vivencias cuyo recuerdos, así fantaseados y maquillados por nuestra propia imaginación, las hace más aceptable y menos frustrantes que la realidad vivida y la verdad de personas, lugares y experiencias auténticas.
Pero ese deseo de maquillar la realidad con los colores que elegimos, no significa que siempre se haga de forma positiva embelleciendo unos recuerdos que de otra forma nos parecerían insignificante o anodinos, sino que también se produce la paradoja de que los recuerdos negativos de dolor, decepción, frustración o desdicha se aumentan por el yo consciente para ocultar sentimientos de culpabilidad de esa misma época a la que se refieren los recuerdos, por sentir que no se ha actuado adecuadamente, o para no tener que reconocer la falta de esfuerzo real, de interés, de voluntad para conseguir un determinado fin, una meta.
Así esos problemas sufridos y aumentados en la memoria, esos obstáculos insalvables para obtener un logro codiciado, pero no hasta el punto de haber luchado para hacerlo realidad, sirven de salvavidas para no ahogarse en el arrepentimiento por no haber hecho lo debido, o lo que otras personas demandaban; por no haber prestado la ayuda solicitada o por no haber sabido amar sin egoísmos ni fisuras.
Todas esas trampas de la memoria nos permiten seguir viviendo, falseando el pasado, los recuerdos, los sentimientos, las vivencias y, en definitiva, la realidad vivida y sentida que, de esta forma, va tomando un cariz más benévolo, hermoso, consolador o, al menos, menos acusador, frustrante, amargo o revelador de lo que, en verdad, fuimos, de lo que, de verdad, somos ahora en este presente en el que la memoria nos sirve de espejo deformante que nos ayuda a seguir viviendo en un presente que, tememos, pueda ser igual de frustrante, amargo, doloroso o insatisfactorio que el pasado.